Un hombre sube a una colina y mira al cielo. Alza sus ojos desnudos y se maravilla ante el espectáculo que se representa ante él. Miles de estrellas titilan sobre su cabeza. Forman grupos o bailan solas una danza que no alcanza a comprender. Bandas lechosas cruzan el firmamento y le hacen sentir infinitamente pequeño. Sobre la negrura de la noche, ese mar de luz en píldoras y ríos produce en su mente un extraño efecto: temor, sorpresa, orgullo, curiosidad... una mezcla inefable de sensaciones zarandea su interior, le hace preguntarse el motivo de tanta grandeza y, de paso, el papel que su propia existencia juega en ese tablero descomunal.
Esta escena no tiene tiempo ni lugar. Cualquiera de nosotros podría ser (y seguramente ha sido) ese observador maravillado a quien el infinito hace preguntarse el por qué de las cosas. El cielo estrellado ha cautivado al ser humano desde los albores mismos de nuestra existencia como especie. Hemos interrogado ese cielo de mil formas diferentes. Le hemos convertido en el «hogar» natural de la mayor parte de nuestros dioses; en forma de constelaciones, hemos dibujado figuras en él; hemos intentado, desde lo sacro a lo científico, saber todo lo posible sobre unos lugares remotos a los que físicamente no podemos llegar.
Hoy, sobre muchas colinas y montañas de la Tierra se alzan grandes cúpulas, auténticos templos dedicados a «hablar» con las estrellas, a arrancarles las muchas respuestas que guardan en sus corazones ardientes. Son los grandes telescopios, los observatorios astronómicos, ingenios científicos capaces de multiplicar los sentidos del hombre por un millón, de hacerle llegar hasta donde siempre había soñado. Sólo un puñado de elegidos, sin embargo, tiene el privilegio de oficiar en esos lugares cuasi sagrados, de usar esas descomunales herramientas para realizar una tarea no menos descomunal. Como sacerdotes de la noche, mientras el mundo duerme, los astrónomos abren sus enormes cúpulas y miran al cielo.
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